Resumideros de colillas de cigarros. Artilugios arquitectónicos ideados para convencer de que una casa tiene más metros cuadrados de lo que parece. Curvilíneos, rectos, rectangulares. Inundan la vista de los barrios del norte y el sur de la capital y, son tantos, que ya se enfrentan entre sí simulando ser pasarelas de una privacidad expuesta.
A veces, amontonan plantas que se disecan en naturaleza muerta esperando una gota de agua que nunca llega. Sucios. Llenos de tierra. Convertidos en tendederos de ropa que vuela y no regresa. Atrapados detrás de barrotes que, en vez de dar seguridad, encierran la vista por la cual se había comprado ese departamento.
Entonces, balcones, ¿para qué? ¿Para dejar rastros de una civilización esquizoide que pretende llegar lo más alto apoyándose en acero y cemento? ¿Para erigir una ciudad que pierde belleza ante cada mole que se levanta para cubrir el cielo? ¿Para decir que somos vanguardia de un diseño multiforme que hace uso y abuso de estructuras cuadradas?
Nada detendrá su avance. Van a seguir multiplicándose. Por eso, quizás, sólo la imaginación o el apego puedan salvarlos. Transformándolos en refugios de objetos olvidados. En retazos de una niñez escondida que fue cambiada por sonrisas convenientes y zapatos ajustados. Habrá que usar el ingenio para que ese pedazo de cemento que se suspende a varios metros del suelo se convierta en una torre en la que la fotografía se transforme en lenguaje. ¿Para qué mencionar a las historias de amor? Si esas continúan escribiéndose solas. No queda otra. Habrá que amoldarse a alguna de estas ideas porque, aunque se aborrezca la idea, los balcones se seguirán construyendo.